Era mi intención para este número de abril escribir unas letras para transmitir que se están haciendo bien las cosas para sanear y mejorar nuestro pueblo. Para gestionar de cara a los ciudadanos los escasos recursos que dispondremos en un futuro, porque seguiremos pagando la deuda heredada y porque corren tiempos difíciles, tiempos en los que tendremos que optimizar los dineros que nos quedan, atendiendo las necesidades sociales y educativas por encima de todo, tras pagar la factura del gasto desmedido.
Y digo que era porque comprobaba el pasado Domingo de Resurrección, tras la representación oficial a las puertas del Ayuntamiento al paso de la cofradía, como la Plaza de las Flores era un hervidero de gente, que al reclamo del buen tiempo había salido con sus mejores galas. Un correteo y griterío de niños animaba un panorama, que invitaba al buen humor. Y me convencí de escribir sobre otro asunto.
Enseguida mi pensamiento se trasladó a la feria que teníamos ya casi en puertas. Pensé que era importante el poder contar con una fiesta como la que los maireneros celebrábamos. De poder, en cierta manera, disfrutar de un ambiente durante cuatro días que nos arrastrara a un clima de optimismo tan necesario en estos tiempos de nubarrones negros.
Por eso, para aquellos que tienen responsabilidades de gobierno la feria de Mairena debe ser contemplada como un derecho que no debe vulnerarse. Que debe ampararse y protegerse. Un derecho a agarrarnos a la alegría de vivir, algo tan intrínseco a nuestra naturaleza andaluza. En palabras de Benedetti, a “defender la alegría como una trinchera”. Y todos sabemos que no se puede vivir, ni tirar para adelante si se está siempre de mal humor. Nuestra gente se sobrepone a los momentos duros con alegría y desde su trinchera defiende a los suyos y sus ambiciones con la alegría por delante.
Desde ese hipotético parapeto contra la rutina y la desesperanza, maireneras y maireneros pisaremos un espacio común. Cinco calles que conforman un refugio donde el gozo se impone a los pesares. Un oasis de felicidad, que aunque efímera, como la mayor parte de las felicidades, es medicina de las almas que necesitan del sustento que supone la evasión de las desdichas cotidianas.
No debió de imaginarse nada de esto el rey Juan II de Castilla cuando por 1441 hizo la concesión a Pedro Ponce de León, señor de Mairena, para fundar la más antigua de las ferias de Andalucía. Pero la cuestión es que lo hizo.
Por eso, en un arranque de fervor monárquico espontáneo, por ese gran favor recibido que ha terminado convirtiéndose en una seña de identidad nuestra, concluiré al justificado grito de: ¡Viva don Juan II!. Y añado;
“¡Y que viva la feria!”.